Una vez más se encontraban en los montes Zagros, donde Tírigan había crecido. Era la última etapa del viaje, según había anunciado Atrahasis, y el Enano Guti esperaba con ansias terminar la falsa epopeya. Ahora estaba seguro que su mentor había dejado de lado la cordura, y sólo vagaba por la tierra con pensamientos bonitos y vacíos de sentido. Cuando llegaron a la cueva de Shanidar, donde los de su raza forjaban armas asombrosas, se preguntó si al menos obtendría un suvenir de despedida.
–Un hacha nueva me vendría bien –dijo mitad en broma, mitad en serio.
Atrahasis sonrió, pero no dijo nada. Avanzaron por el camino principal, tomaron un túnel a la derecha y siguieron adentrándose en la montaña. Algunos Enanos saludaban a los visitantes, aunque la gran mayoría estaban demasiado concentrados como para verlos. Además, el sitio era oscuro, iluminado solamente por lámparas de aceite y el fuego de las forjas. Tírigan dejó de lado su obstinación y molestia sólo cuando tomaron una escalera estrecha que llevaba al pozo más profundo del lugar.
–¿A caso tenemos permiso para pasar? –preguntó el Enano–. A nuestro rey no le gusta que lo molesten cuando sus siete artesanos elaboran sus armas.
–Ahora muestras interés –volvió a sonreír el anciano–. Tengo todos los permisos del universo, créeme. Y tu rey se alegrará de vernos.
Los ojos del Guti se abrieron de par en par, sorprendido de aquello, y el silencio los envolvió, hasta que se oyeron los primeros golpes de martillo provenientes del abismo. Había un secreto entre los Enanos Guti, que incluso muchos de ellos no sabían. Tírigan estaba seguro que eran meras leyendas las que se contaban. Pero ahora estaba a punto de descubrir la verdad. Cuando el fuego comenzó a verse, y las lámparas se encendieron, supo que estaba en el salón más recóndito.
Atrahasis golpeó tres veces, dijo su nombre, y la puerta se abrió. La forja más grande que hubieran visto estaba frente a ellos, siete artesanos la manejaban como si hubieran nacido para aquel oficio, y en medio de ellos, un dragón pigmeo sellaba las armas preparadas para la ocasión.
–No puede ser verdad…–dijo Tírigan.
–He aquí el Sabio y el primer Portador –sonrió el líder de la compañía.
–¿Portador de qué? –se sonrojó el Enano recién llegado.
El líder se acercó con una bandeja de hierro en la cual brillaba un objeto pequeño, redondo y dorado. Tenía una inscripción simple, que recordaba el nombre de un Titán desterrado: “Enki de los Mares”.
–¿Un anillo? –preguntó el Portador volviendo a decepcionarse.
–No cualquier anillo, mi querido Tírigan –sonrió el Sabio–. Ustedes, los Guti, son en su mayoría descendientes de Enki, que manejaba las aguas a su antojo. Todos tienen ese don dormido, esta alianza te ayudará a conectarte con ese poder, y a la vez forjará para ti una armadura. Al igual que el resto de las alianzas –señaló con el dedo a otras joyas semejantes que seguían en elaboración–, ésta fue creada a partir de los restos de Sharur, la masa mágica de Ninurta. Pruébatelo –lo animó.
Tírigan dudó, miró a Atrahasis y al líder de los Enanos un par de veces, y finalmente se decidió. Cuando tuvo el anillo, sintió que todo lo bueno que había en él se potenciaba, su paladar degustó el mar, y sus ojos celestes centellaron. Su imaginación modeló una armadura de guerra y un hacha poderosa, que desde el anillo se materializó mágicamente, cubriendo su cuerpo. Su mano tomó el arma de guerra. Y su corazón bondadoso decidió usar todo aquello para el bien.
–Se siente bien –sonrió el Guti, y todos le devolvieron la sonrisa.