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Foto del escritorAlvaro Panzitta

Gilgamesh y la victoria de Enkidu


Enmerkar murió con honores, dejando a su jefe militar, Lugalbanda, como sucesor al trono. Se decía que él había sido como un hijo para el rey, y eran sabidas sus numerosas hazañas. Su heredero tampoco llevaría su sangre y sería elegido entre los humildes pescadores de Uruk. Dumuzid, como se llamaba, ejecutó una exitosa maniobra contra Kish, capturando a Enmenbaragesi, como golpe final contra la ciudadela. Pero ninguna de sus anécdotas quedó tan grabada en la Historia como la de su sucesor: Gilgamesh.

Gilgamesh era hijo de un sacerdote sumerio de nombre Lillah y de una campesina dedicada al cuidado de las vacas, llamada Ninsun. Había crecido bajo la tutela de Atrahasis, con la esperanza de llegar a la nobleza, cosa que sus padres no habían podido obtener. Su tutor le insistía en vivir la sencillez y la humildad, pero el muchacho tenía un corazón de piedra, que no se dejaba modelar por la bondad del sabio.

-Hazme el favor de no volver - le dijo un día Atrahasis, cansado de su manera de pensar.

Gilgamesh obedeció y volvió al campo, con el corazón lleno de odio. Cambió la sabiduría aprendida por la astucia de los malvados y cuando murió su madre vendió todo el ganado, que tampoco le pertenecía. Con el dinero compró asesinos a sueldo y tomó el trono de Uruk a la fuerza, logrando opacar todos los levantamientos ciudadanos.

-Necesitamos un héroe -se dijeron unos a otros, y buscaron quien era el más audaz de todos.

Finalmente encontraron a otro joven. Era un pastor de ovejas, rústico en sus modos, vivía en medio de su ganado, cubierto de pieles y lanas. Algunos aseguraban que se volvía lobo en las lunas llenas, pero nadie llegaría a comprobarlo. Se llamaba Enkidu y tenía la edad del usurpador. Al principio se negó al pedido de ayuda, ahuyentando a la población que clamaba por él. Entonces enviaron prostitutas a convencerlo.

Una vez persuadido, Enkidu se lanzó a la carrera contra Gilgamesh, pero viendo en combate que su enemigo tenía su misma fuerza y poder, se unió al tirano para sorpresa de todos. Hasta entonces, ninguno de los dos había sentido "hermano" otro ser humano.

-Vayamos al bosque a cazar monstruos y talar árboles parlantes -dijo Gilgamesh-. Así obtendremos experiencia y gloria.

-Me han dicho que en la Tierra de los Vivos habita un Gigante. Tiene cara de león, dientes de dragón y ruge como el Diluvio -se entusiasmó Enkidu.

-¿Hablas de Dilmun? Yo he estado allí. Es el hogar de Atrahasis, mi antiguo mentor. Pero nunca he escuchado de un monstruo como el que tú describes.

-¿Atrahasis, el Inmortal? No te tenía por discípulo de un bonachón -rió.

Entre risas y jarros de cerveza, ambos amigos fueron en busca del monstruo, seguido de un grupo de soldados pagos. Cruzaron el monte Mashu, y al llegar al bosque de cedros talaron ramas para encender un fuego. Un rugido les sobresaltó el corazón y vieron como desde la montaña bajaba un ser colosal, lleno de pelos por doquier y con colmillos afilados. Todos desenvainaron las espadas y algunos encendieron antorchas.

-Ahora sé de quien hablabas -dijo Gilgamesh-. Es Humbaba, descendiente de Enlil, el Titán.

La lucha se tornó apasionada. Muchos murieron. Y cuando el Gigante atrapó en su garras a ambos amigos, se oyó una palabra desconocida, que lo dejó paralizado. Era Atrahasis con su vara en alto, quien había detenido al monstruo.

-Habría que liberarlo -dijo Gilgamesh, algo más reflexivo, al ver a su mentor enojado-. Es sólo un Gigante de las montañas.

-Habría que matarlo -sentenció Enkidu, y el rey obedeció.

La cabeza de Humbaba rodó por el bosque y los ojos de Atrahasis se entrecerraron llenos de enojo, antes de desaparecer de la vista de todos.

-Volvamos ya -dijo Gilgamesh, apenado por ofender a su mentor, y los sobrevivientes emprendieron el camino de regreso a su hogar.

Aún no alcanzaba Uruk, cuando una descendiente de Ishtar les salió al encuentro. Era una mujer hermosa, con alas de hada, semejante a la bella Inanna. Como todas las de su raza, llevaba consigo mascotas amigas, en su caso, una lechuza y una pantera. Enkidu temió por la fiera y ordenó a los soldados que estuvieran alerta.

-No vengo por ti pastor de ovejas -dijo ella-, sino por tu rey.

La mujer voló hasta posarse frente al monarca. Acercó sus labios y su cuerpo al de su pretendido. Pero este se resistió con una firmeza inusual.

-Vivo para la conquista, no para el amor de una mujer -expresó, y dio una señal a sus hombres para que mataran a la lechuza y a la pantera.

La descendiente de Ishtar se enfureció y, entre llantos llamó a su tercera y última mascota: un toro gigante que echaba fuego por sus fauces. Se elevó por los aires para ver la contienda desde un árbol, pero su esperanza quedó defraudada al instante.

-Nos viene bien algo de carne para el camino -se burló Gilgamesh.

-El que ríe último...-dijo ella, pasó por encima de todos y agitó sus alas, dejando caer un polvo de dudoso aspecto.

Enkidu se lanzó encima de Gilgamesh, cubriéndolo para que las partículas tóxicas no lo tocaran. Cuando la mujer se fue, todos estaban moribundos excepto el rey.

-Para eso estamos los hermanos -le dijo el pastor de ovejas.

Gilgamesh lloró amargamente y corrió montaña arriba, a la casa de Atrahasis, esperando que el sabio le diera una cura o algo para evitar el terrible destino que tocaba a su hermano y a su ejército. En el camino se topó con la cabeza del Gigante y lamentó su estupidez, que lo había llevado hasta allí. Siguió viaje con el pecho enardecido y logró convencer a dos hombres escorpiones, para que lo dejaran en paz. Cuando estaba a pocos cientos de metros de su antiguo hogar, Siduri, la prostituta, apareció para seducirlo.

-Antes corrías a mi lecho para huir del viejo -le dijo.

-He cambiado -expresó Gilgamesh, y en su interior supo que era cierto.

-Tu antiguo mentor está en las islas, tendrás que ir por Urshanabi si deseas cruzar el mar -sonrió ella con una mezcla de placer y maldad.

El rey estaba cansado, pero con la esperanza de que Enkidu aún viviera, siguió su camino hacia la playa. A lo lejos vio la casa del sabio, a la que había llamado hogar, y deseó poder volver en el tiempo. Sabiendo que eso era imposible se acercó a la orilla, y vio al viejo Urshanabi conversando con Gigantes de Piedra, algo que lo inquietó. Desenvainó la espada y se lanzó hacia las criaturas, convencido de que su obrar era bueno.

-¡No! -gritó el barquero, pero era tarde-. Cuando te fuiste tuve que contratar ayudantes más formidables para cruzar el mar de monstruos. Ellos eran mis auxiliares -concluyó meneando la cabeza.

-Urshanabi, lo siento, pensé que eran peligrosos.

-No es cierto, no pensaste, actuaste -lo reprendió.

-Tengo que ir a las islas a ver a Atrahasis.

Urshanabi meneó la cabeza, pero finalmente accedió a al pedido. Una vez en tierra, Atrahasis notó la ausencia de los Gigantes de Piedra y retó a Gilgamesh por haberlos matado.

-Ayúdame a salvar a Enkidu al menos. Volveré y seré un mejor rey -prometió-. Tú eres inmortal ¿cómo hago para que mi hermano y yo lo seamos?

-No puedo volverte inmortal -le dijo el Sabio-. Ni siquiera pude volverte sensato. Sabía que estabas en camino antes de que llegaras y me dije que no te ayudaría. Pero el cariño filial de mi esposa por ti me ha conmovido. Ve al fondo del océano y busca una planta violeta en forma de pez. Te dará la eterna juventud si así lo deseas. Aunque no te la recomiendo.

Gilgamesh no lo pensó dos veces, y creyéndose sabio ató una piedra a su cintura para poder alcanzar el fondo del mar. Encontró la planta y logró volver a salvo a la isla, donde agradeció a su mentor por la ayuda prestada. Urshanabi lo llevó de regreso al continente, y él se lanzó a la carrera para salvar a su hermano.

Una vez más las prostituta intentó seducirlo sin éxito, los escorpiones lo dejaron pasar, y la cabeza del gigante peludo estaba llena de bichos hambrientos. Alcanzó a sus hombres cuando sólo quedaba Enkidu con vida, pero se percató que la planta se la había caído. Volvió sobre sus pasos y la encontró junto a un arroyo. Pensó en bañarse rápidamente, porque estaba sucio y agitado, y aunque algo en su interior le dijo que no lo hiciera, él desobedeció. Al salir del agua vio que una serpiente había comido la planta y ahora cambiaba su piel por una rejuvenecida. Lloró amargamente por su zoncera y más aún lo hizo cuando encontró a Enkidu muerto sobre el pasto.

Regresó finalmente a Uruk con el corazón transformado. Se prometió ser más sabio. Llenó de bondades a su pueblo. Y pidió a Atrahasis que fuera su consejero, para no cometer más errores. Enkidu se le apareció en un sueño, brillaba con un manto blanco y le sonreía, porque al fin había logrado su primer cometido: cambiar al rey.

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